El pozo
La puerta de la tienda se estremecía con el viento, llenando el ambiente de polvo y calor. Sus ojos tardaron en habituarse a la luz y la realidad de saberse en un campo de refugiados asaltó su conciencia. Los días se imitaban unos a otros y las horas parecían paralizadas, no había mañana ni tarde, solo el comienzo y el fin de todo.
Tomó aire y se decidió a salir finalmente. Sus huesos ya atestiguaban la falta de comida y el largo trayecto hasta el pozo comunitario consumía las pocas fuerzas que aún se mantenían dentro de él. Sus labios partidos no emitían sonido desde hacía mucho, tanto que no recordaba su última palabra antes de este mutismo obligado.

Desorientado, vio acercarse a un grupo de muchachos a los que solían acusarlos de desvalijar las tiendas de los muertos, vendiendo lo poco o mucho que estos dejaran, incluso lo que llevaran puesto. Retrocedió temeroso y tomó el primer sendero que apareció, avanzando en dirección este según le indicaba el sol. Grande fue su sorpresa cuando volvió a encontrarse en frente de su tienda, como si su camino al pozo nunca hubiera comenzado.
Volvió sus pasos pero esta vez doblé antes de la tienda pintada y se movió sentido norte, dónde sabía que encontraría el pozo. Mas cuando tomó el segundo sendero, se volvió a topar con la tienda pintada, ya su dueño adentro, refugiándose de la crueldad del sol. Impacientándose, dobló a la derecha buscando la carpa verde militar, que esta vez encontró, pero sin la presencia de la mujer y sus hijos, quienes tal vez podrían haberlo guiado al pozo. Tomó el siguiente sendero, exhausto, sediento, sintiendo las gotas de sudor corriendo sobre su cuerpo.
Cuando finalmente creyó encontrar el camino directo al pozo, reconoció los alrededores pero no había huella de él. En su lugar, un puesto sanitario y, junto a él, una fila de infrahumanos esperando el antibiótico necesario para sobrevivir un día más.
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Ana Ovejero
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