Esa Hojita
Lo miraba dudar y estrujaba el repasador, ansiosa. Tantos años juntos y no se terminaba de acostumbrar a ese miedo palpitante en sus ojos, el papel blanco desafiante, el té que le había preparado enfriándose, apesadumbrado. No importaban sus gestos cariñosos, ni sus palabras de aliento. Todo su afecto chocaba contra ese cuadrado blanco, amurallando a Ernesto, su esposo, aprisionándolo junto a su lápiz, el sacapuntas y la goma, eternos compañeros de celda.
Cada mañana Ernesto recomenzaba el ritual. Cada día agregaba un movimiento nuevo, un objeto singular, un sonido distinto, que lo sacara de ese mutismo absoluto que le venía cuando las palabras le evadían la pluma. Ella, Marta, también tenía su ritual. Un par de Padrenuestro y algunos Ave María a la imagen en el jardín, preparar el té de manzanilla sin romper el hervor, caminar en pantuflas para no hacer ruidos innecesarios. Tantos preparativos con un único fin: lograr que Ernesto apoye el lápiz sobre el papel y comience a brillar.

Hoy es jueves y Marta se despierta sobresaltada. Ernesto está silbando, señal de que por fin la tinta corre divertida sobre el papel. Incluso en algunas partes baila. Ella lo sabe. Ernesto sólo silba tangos cuando el lápiz hace piruetas sobre la superficie blanca, ahora cubierta de manchas, un dálmata trotando sobre el césped.
Marta puede relajarse al fin. Los rituales no son para ella. Sólo se inclinará frente a la imagen mientras Ernesto escriba. Sin embargo, ella sabe que lo suyo es un hambre, una condena. Pronto volverán al inicio, al encadenamiento a la silla y a las cábalas, a los silencios infinitos, cuando él tenga que enfrentarse a una hoja en blanco nuevamente.
Ana Ovejero
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