La mina
Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. La mina traería progreso, eso decían los gringos, palabra que a varios en el pueblo les torcía la lengua como cuando llamaban a Don Gregorio, a quienes muchos simplemente conocían como Don Goyo para esquivar tanta erre junta.

Pero primero fue la tala de los árboles que no permitían el ingreso de la maquinaria. Ejemplares milenarios fueron perdidos, hechos leña para un invierno que nunca llega al pueblo, algo que los gringos no escucharon. Las mujeres los lloraron, entendiendo que eso que los rubios llamaban progreso se estaba volviendo realidad, una realidad que tumbaba, cortaba, desmembraba, destruía.
Aquella noche no salieron a trabajar al mar. Los hombres fueron divididos en subgrupos, parados sobre la planicie ahora pelada, los animales retrocediendo hacia los confines de la selva donde el ruido del metal y cadena no los alcanzara. Los hombres ya no volvían húmedos, cubiertos de escamas, sus pies aletas. Ahora la tierra pintaba sus cuerpos, sus uñas quebradas contra las piedras, hormigas escapando de la luz. El calor infernal poblaba sus días y sus noches estaban plagadas de pesadillas tortuosas en donde rieles invisibles los trasportaban de vuelta al interior de la mina, túneles sin fin, asfixiantes, las paredes llenas de huesos.

En el centro de la selva, las mujeres lo supieron de repente, como si un grito desangelado traspasara cada uno de los corazones en ese claro iluminado por la luna. Corrieron seguidas por sus crías, como empujadas por un eco venido de la tierra misma. El silencio lo cubría todo, ni las luciérnagas se acercaban temerosas de la parca y su sedienta cacería nocturna. La entrada a la mina ya no existía, la montaña había recuperado su forma, como si el progreso del que hablaban los gringos nunca hubiera puesto sus pies en el pueblo.
El dolor desfiguró los rostros de aquellas que se aproximaban, horrorizadas, de rodillas frente a la columna de tierra, golpeando el suelo, los niños sacudiéndolas preguntando '¿qué pasa?', sus lágrimas volviéndose barro, arroyo, río, corriendo hacia el mar, volviendo al origen del que nunca debieron haberse alejado. Algunos marineros que oyeron el llanto a la distancia perdieron el rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Las nuevas historias, las que hablan de progreso, futuro y privatización fagocitan al hombre, arrastrándolo a la humillación y el abismo, a desintegrarse hasta desaparecer, y exhalar su último aliento en la oscuridad absoluta.
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Ana Ovejero
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