Sunday, August 27, 2017

La mina (relato propio)


La mina

Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. La mina traería progreso, eso decían los gringos, palabra que a varios en el pueblo les torcía la lengua como cuando llamaban a Don Gregorio, a quienes muchos simplemente conocían como Don Goyo para esquivar tanta erre junta. 
Fue un martes cuando finalmente trajeron la topadora.  El rumor sobre la mina había sobrevolado el pueblo entero durante todo el verano, introduciéndose en cada rincón posible con tal de mantenerse en la mente de los habitantes por lo menos un par de horas. Cuando por fin llegaron los primeros rubios al pueblo, la noticia ya se palpaba contra las paredes de la montaña, como si su sola presencia abriera el túnel hacia las entrañas de la oscuridad. Las mujeres tomaron tanto amarillo como un mal augurio. Los llegados no tenían el color de la tierra en su piel, ni el olor a selva en su sudor. Eran solo extraños que buscaban hundirse en la roca, alejándose del mar, continuo y leal compañero del pueblo. Los hombres festejaron, liberándose de sus redes, abandonando las barcazas por la paga diaria y el horario recortado. No más amaneceres ni pies helados por las olas inquietas. Ahora lo suyo sería los cascos con linternas, las poleas y los carros llenos de tierra. 
Pero primero fue la tala de los árboles que no permitían el ingreso de la maquinaria. Ejemplares milenarios fueron perdidos, hechos leña para un invierno que nunca llega al pueblo, algo que los gringos no escucharon. Las mujeres los lloraron, entendiendo que eso que los rubios llamaban progreso se estaba volviendo realidad, una realidad que tumbaba, cortaba, desmembraba, destruía.
Aquella noche no salieron a trabajar al mar. Los hombres fueron divididos en subgrupos, parados sobre la planicie ahora pelada, los animales retrocediendo hacia los confines de la selva donde el ruido del metal y cadena no los alcanzara. Los hombres ya no volvían húmedos, cubiertos de escamas, sus pies aletas. Ahora la tierra  pintaba sus cuerpos, sus uñas quebradas contra las piedras, hormigas escapando de la luz. El calor infernal poblaba sus días y sus noches estaban plagadas de pesadillas tortuosas en donde rieles invisibles los trasportaban de vuelta al interior de la mina, túneles sin fin, asfixiantes, las paredes llenas de huesos.
La selva los había abandonado, recluyéndose hacia el interior, preservándose a sí misma. También lo hicieron las mujeres, retrocediendo junto a ella, llevando a sus crías a lugares seguros donde el aire olía a fruta y el vaivén del mar conciliaba los sueños. Los hombres se acostumbraron a su ausencia, así como al retraso en los pagos y a los horarios extendidos.   Muchos pasaban días enteros dentro de la mina y se hablaba de varios que ya la habitaban de manera permanente. La mina se comió sus vidas, cubriendo sus ideas de alquitrán.
 En el centro de la selva, las mujeres lo supieron de repente, como si un grito desangelado traspasara cada uno de los corazones en ese claro iluminado por la luna. Corrieron seguidas por sus crías, como empujadas por un eco venido de la tierra misma. El silencio lo cubría todo, ni las luciérnagas se acercaban temerosas de la parca y su sedienta cacería nocturna. La entrada a la mina ya no existía, la montaña había recuperado su forma, como si el progreso del que hablaban los gringos nunca hubiera puesto sus pies en el pueblo.
El dolor desfiguró los rostros de aquellas que se aproximaban, horrorizadas, de rodillas frente a la columna de tierra, golpeando el suelo, los niños sacudiéndolas preguntando '¿qué pasa?', sus lágrimas volviéndose barro, arroyo, río, corriendo hacia el mar, volviendo al origen del que nunca debieron haberse alejado. Algunos marineros que oyeron el llanto a la distancia perdieron el rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Las nuevas historias, las que hablan de progreso, futuro y privatización fagocitan al hombre, arrastrándolo a la humillación y el abismo, a desintegrarse  hasta desaparecer, y exhalar su último aliento en la oscuridad absoluta.
Ana Ovejero

mail: ana.ovejero@gmail.com

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