Sunday, September 24, 2017

Mi abuela Mima (relato propio)

Mi abuela Mima


A mi abuela todos le decíamos Mima. Y todos éramos todos: los 7 hijos, los 17 nietos, los 16 bisnietos y los cientos de vecinos del pueblo. Pero su verdadero nombre era Martha Lydia Cabrera. ¡Y bien orgullosa de ser Cabrera! Cada vez que la acusábamos de tener un “maranaje”, ella se defendía diciendo –Yo no soy Marano. Soy Cabrera. ¡Y a mucha honra!

¡Que brava era mi abuela! El doctor le recomendaba que caminara, aunque sea una vuelta a la manzana. Sin embargo, ella no recorría ni el largo ni el ancho del jardín. Cuando Beatriz se lo criticó, ella dijo –Me compro una silla de ruedas-. A lo que mamá replicó –Yo no pienso empujarte-. La abuela lo resolvió rápido y le contestó -¿Para qué? Si yo me voy a comprar una silla eléctrica.

¡Que generosa era mi abuela! Cada vez que se enteraba que algún conocido del pueblo esperaba un bebé, la abuela compraba lana blanca y con un par de agujas 4, le tejía una hermosa y suave mantilla. Así, se hizo famosa entre los pequeños, también tejiéndoles chalecos rayados que hacía con lanitas que le sobraban a los que eran un poquito más grandes y ya sabían decir “Mima”.

¡Que graciosa era mi abuela! Un día el tío Víctor trajo a un muchacho francés a la casa y el pobre no entendía nada de castellano. Cuando la abuela nos lo dijo a Luján y a mí, que teníamos unos 7 años, no le creímos. Entonces la abuela, mirando para un costado y haciendo como que no pasaba nada, dijo la palabra “puto” varias veces. ¡Nosotras no podíamos ocultar nuestro asombro! Y conteniendo la risa, veíamos brillar los ojos de la abuela traviesa.

¡Que trabajadora era mi abuela! No la amedrentaba ni el crudo frío del invierno ni el terrible calor del verano, levantándose al amanecer a darle de comer a sus animales y lavar la ropa de sus 7 hijos. Tanto que, poco tiempo antes de salir para el hospital a tener a la tía Mónica, estaba arreglando un alambrado. En verano, con un único vestido, lo lavaba y colgaba al sol, yéndose a dormir la siesta y poniéndoselo nuevamente para seguir con su jornada.

¡Que valiente era mi abuela! Cuando era joven, pronto perdió a Maruchito y poniéndole el pecho a la vida, continuó criando a sus hijos sin olvidar esa bebé hermosa que iluminó sus vidas. Ya de grande, perdió al tío Dide, dolor que casi le arranca el corazón. Siempre me dijo –Yo le pedí a Dios que me ayudara. Que debía seguir por ustedes-. Así lo hizo, demostrándonos su entereza.

¡Que “peleadora” era mi abuela! Siempre nos cantaba -¡Chorra, vos tu vieja y tu papá!-, cuando le sacábamos caramelos del frasquito en su caja de tejido. Cuando le decíamos –Yo te quiero-, ella contestaba –Yo no-, riéndose pícara. También cuando el tío Raúl hacía como que le reclamaba plata, ella, decidida, decía –Sari, tráeme el monedero que yo no me ando con chiquitas-, haciendo el gestito de plata con su mano derecha. Y cuando  le hacíamos un favor, nos lo agradecía diciendo –Que Dios te lo pague, porque yo ¿quién sabe?

¡Que leal  mi abuela! Nunca se olvidó de su familia en Pehuajó y Magdala. Siempre hablaba por teléfono con su adorado Josecito y la incansable Alicia, a quienes consideraba más que sobrinos, hijos en realidad. También los visitaba cuando podía y todavía recuerdo sus encuentros en la casa de la tía Ana María cuando yo la acompañaba.

¡Que paciente era mi abuela! Siempre nos esperaba con alguno de sus manjares, como tortas fritas o duritos, en los días de lluvia. ¡Su budín de pan y las torrejas eran la gloria! Se tomaba todo su tiempo para recibirnos con sus mates calentitos, incluso cuando sus manos temblaban, sus  años acompañándola.

Mi abuela fue la persona más brava, leal, paciente, generosa, graciosa, trabajadora y valiente que conocí. Yo pensé que era inmortal, semejante era su luz, su bondad. Cuando nos recibía cantando -¡Te quiero, como no te quiso nadie, como nadie te querrá! ¡Te adoro, como se adora la vida…!-, haciéndonos sentir importantes, amados.


Fue la mejor maestra que tuve: de ella aprendí a reír, a ser amable con los demás, a cumplir la palabra que es sagrada, a estar orgullosa de mi familia. Aunque ya no esté entre nosotros, siempre será nuestra guía en los momentos de duda y desconcierto, su corazón latiendo desde el cielo, nuestro ángel protegiéndonos.

Solidarios (relato propio)

Solidarios

Desde el primer momento fueron “los rubios”. Así los conocían tanto los médicos de la ONU como los sobrevivientes del terremoto. Haití era otra vez golpeada. La naturaleza no le daba oportunidad de recuperarse a ese país sobrepoblado de pobreza y desesperanza. Como muchos, los rubios buscaban un bebé negro para adoptar. Se sentían solidarios, despertando la admiración en su círculo social.

Lo primero que los golpeó cuando salieron del aeropuerto fue el hedor a podrido. A través de la ventana del taxi vieron los cuerpos alienados al costado de la carretera. Cubiertos por lonas plásticas, eran tantos que era imposible enterrarlos a todos. Fueron directo al hotel cinco estrellas que, irónicamente, no había sufrido ningún rasguño por el temblor. El botones acarreó las pesadas valijas hasta el décimo piso. La vista era tan desagradable que mantuvieron las cortinas cerradas. El orfanato se encontraba al otro lado de la ciudad. Esta vez decidieron llevar barbijos.

Los niños se mantenían paralizados en sus camas. Los rubios caminaron a través del corredor que contenía a los pequeños alistados para ser adoptados. No eran los únicos extranjeros. Una pareja española y otra francesa, collares de perlas para las mujeres, se encontraban en la misma situación. Finalmente, se decidieron por un pequeño de unos dos años. Pidieron datos de su origen, desconociéndose si los padres estaban vivos, y posibles enfermedades que haya sufrido, su  evidente barriga llena de aire.

Durante el viaje al hotel, el niño lloró desconsolado. Le dieron unas gotitas para que se durmiera. Ya en Washington lo esperaba un cuarto decorado de azul con nubes pintadas en las paredes. También lo esperaba la nana que lo criaría.


Nunca le dirían dónde había nacido, siempre se sentiría un extraño, el invierno que nunca llega a la isla helándole los sueños. De adulto se obsesionaría con el Caribe, visitando sus playas con regularidad. Nunca sabría su cercanía con aquellos que veía jugar al futbol en la arena, sus pies moviéndose al compás de los tambores, su envidia hacia la serenidad con que aceptaban su fatídico destino

Ana Ovejero

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Saturday, September 23, 2017

Los Malenques (relato propio)

Los Malenques

Tomó el segundo brazo del río. La lancha hacia un ruido adormecedor, pero Laura debía permanecer despierta, alerta. Su pelo rubio, ahora casi blanco y su peil enrojecida por el sol, daban evidencia de sus meses en la selva amazónica.

Su despedida de la tribu Malenque no fue lo que había previsto.

-No había nada que hacer.
-Sólo el cuchillo servía.

Cuando llegó a esa remota población a principios de Septiembre de 189, los Malenques la recibieron amistosamente. Solo los viejos desconfiaban, encogidos en sus tiendas, sus plegarias al cielo para que Laura se alejara. Varios hombres los habían visitado, pero ella, siendo la primera mujer blanca que conocían, los perturbaba. Sus estudios antropológicos se centraban en las costumbres de las mujeres y los niños.

-Sus pequeños, delgados brazos rodeaban mis piernas.
-Sus sonrisas me relajaron, demasiado creo.
-Mis estudios se eclipsaron.

Cuando llegó, solo había una embarazada. Lupe parecía tener 30 años, pero solo contaba con apenas unos aproximados 14 años, una adolescente  según la cultura occidental Su parto fue complicado desde el principio, su enorme vientre estirándose tanto que parecía que la piel se iba a partir en pedazos. Esa noche tormentosa estaba llena de humedad, de tensión, de expectativa.

-Las horas pasaban.
-Su dolor aumentaba.

Su decisión de tomar el cuchillo fue impulsiva. Ahora lo ve. Tomó un lugar que no le correspondía. Cuando abrió el vientre de Lupe, su grito atravesó el aire.

-Eran gemelos.
-Eran una maldición.

Los viejos no se lo explicaron. Ni a Lupe que ya conocía el destino de sus bebés, ni a Laura que no contemplaba a la muerte como una opción. A medida que Laura se alejaba, desterrada, la violencia en los ojos de los ancianos, desterrada, escuchaba el ruido de sus cuerpos cayendo al agua, cercando su lancha.

-Los tiraron al río.
-Los oí caer.
-Los vi morir.


Ana Ovejero

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Tuesday, September 5, 2017

Mima


Mima

Mima. 
Valiente hasta el final. 
Dijo "si me muero, me muero en mi casa". 
Se lo prometimos. 
Lo respetamos. 
Ahora solo queda esperar.
Te amaremos eternamente.

Friday, September 1, 2017

Esperanzado (relato propio)



Esperanzado

El doctor se despertó atontado. Se había dormido. Había apagado la alarma con un puñetazo, y siguió durmiendo nomas.

Abrió la ducha, desvistiéndose apurado. Dejó que el agua lo despertara. Una afeitada al ras, rápida.

Subió a su auto, organizando su portafolio al mismo tiempo que encendía el motor.

Llegó a la clínica dos horas tarde. Su secretaria lo miró preocupada. Le pasó las historias clínicas y él, poniéndose su delantal blanco, atendió a su primer paciente.

Era Roberto. Desahuciado, le contó su vida por enésima vez. Su corazón estaba débil, abandonándolo. Ya había tenido dos paros cardíacos y le habían colocado marcapasos. Su patología era hereditaria, su padre y su abuelo se la habían pasado sin saber, ambos muriendo jóvenes por fallos cardíacos.


Su situación era terminal. Ya no había nada más que hacer que hablarle, calmarlo, engañarlo, dándole un día más de vida.

El doctor le había hablado de un nuevo tratamiento. Una serie de inyecciones que regulaban su arritmia eterna. Una vez a la semana Roberto se presentaba, religiosamente.

El doctor fue detrás del biombo. Como lo hacía últimamente, llenó la jeringa con agua de la canilla. Se la aplicó a Roberto, quién aguantó el pinchazo, esperanzado.

Ana Ovejero

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Aniquilación (relato propio)



Aniquilación

La arena volaba como si perteneciera al aire, y sus ojos lloraban por la aspereza del viento.

Su cuerpo esta totalmente cubierto en tela. El sol, en el centro del cielo, hirviendo la atmósfera, haciendo imposible salir de las tiendas durante el día. Solo de noche sus pasos se acercaban al pozo de agua, los perros sus compañeros, alrededor, mientras llenaban los bidones descoloridos.

A lo lejos se divisaban las ruinas de lo que había sido la ciudad. Cada vez que las visitaban, las memorias de música y los colores de los carteles luminosos poblaban su mente. Sus hijos solo conocían el nuevo mundo desértico, sus ojos adaptados a seguir las estrellas, la única luz que toleraban. Los peligrosos eran los pocos árboles que quedaban en pie, ya secos, cayendo inesperadamente, aplastando a cualquier desprevenido que se les hubiera acercado demasiado, buscando alguna hoja, reseca, moribunda.

Ya quedaban pocos humanos, la aniquilación de la raza atropellando el tiempo. El mundo por fin se vengaba de las guerras nucleares que devastaron la vida. Era tiempo que los humanos desaparecieran, borrándose definitivamente de la historia, volviéndose mitos, leyendas. La evidencia de su existencia convirtiéndose en polvo escapando entre los dedos, sus huellas simples marcas en la arena seca.

Ana Ovejero

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Los viejos (relato propio)



Los viejos

Era imposible que no lo olvidara. Se la pasaba tarareando por los rincones, como si desde que el silencio comenzó ella sintiera la obligación de llenar los espacios. Siempre se lo recordábamos, estaba prohibido. Cuando los niveles de problemas de audición subieron, alarmantes, la música fue vedada junto con todo aquel dispositivo que la reprodujera, especialmente los auriculares gigantes con que la gente se pasaba el día enfrascada en su propia mente. Eso fue lo que dijeron, que era una cuestión de bienestar social. Ya hacía tiempo que la población se comunicaba solo a través de gestos o con simples imágenes para evitar desconectarse, alejar los auriculares de las orejas y comunicarse con los otros. La lengua oral había perdido cientos de palabras y los adjetivos habían pasado a ser elementos arcaicos en el habla de los muy viejos. La abuela era una de ellos.

En el comienzo todo fue confusión. Bandas armadas aliadas al gobierno se dedicaban a atacar a todo aquel que desobedeciera la orden, organizando grandes fogatas para destruir todo archivo existente. En menos de dos meses el silencio había bajado como una nube densa y descolorida. Todo era susurros y el canto de los pájaros volvía a tener un protagonismo envidiable. Los jóvenes permanecieron mudos y fueron, en una excepción en la historia de la humanidad, los viejos quienes comenzaron la revolución. Eran los que sabían cantar, una acción que había desaparecido cuando la música perdió la palabra y solo eran sonidos desconectados producidos por máquinas. Fueron los abuelos los que retomaron eso de cantar canciones de cuna antes de ir a dormir, o tararear alguna copla mientras amasaban galletitas para los nietos.

En cada casa, los ancianos ocuparon nuevamente el lugar central y dirigieron toda su energía en contrarrestar ese silencio abrumador que parecía un titan helado dispuesto a congelar el tiempo.Todas las voces todas, todas las manos todas, toda la sangre puede ser canción en el viento; susurraba la abuela, hamacándose en su sillón mientras tejía mantillas para los que estaban por llegar, a un presente incierto pero, sin dudas, a un futuro expectante, listo para ser creado o destruido; canta conmigo canta, hermano americano, libera tu esperanza, con un grito en la voz.

Con el paso del tiempo, las palabras se llenaron de sentido y ganaron fuerza, el hambre por relatar lo vivido fue creciendo, llegando a los jóvenes quiénes, apasionadamente, tomaron las canciones y salieron a las calles. Extendiéndose sin fin, reuniones espontáneas intensificaron la idea de comunidad, voces unidas entonando esperanza.

Como toda prohibición,  la incesante necesidad del gobierno de fraccionarla, desmenuzarla y convertir la música en polvo, que se colaba por cada resquicio, intentando cubrir todas las superficies, buscando  opacar todas las luces. Sin embargo, siempre se encontraba con la tenacidad de los abuelos, dispuestos con sus plumeros y escobas,  batallantes heraldos de la palabra y la canción.

Ana Ovejero

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