Thursday, August 31, 2017

La Dominicana (relato propio)


La Dominicana


Su ventana, un rectángulo de borde descascarado, era todo lo que se veía desde la calle y, sin embargo, bastó para alimentar a las vecinas.
Tomasa narra cómo la vio bajar del auto de Ricardo, su marido argentino 20 años mayor, sólo un pie diminuto color caramelo, las uñas un escarlata furioso, todo color y movimiento.
Silvia dice una noche ver sombras recortadas danzando sobre la pared de la casa lindante, perfiles rozándose, las notas de una bachata melosa alcanzándola desde la ventana a 6 metros del suelo.
Mirta recuerda que sus cortinas eran siempre floridas, incluso con ciertos animales exóticos (cacatúas e iguanas), reemplazadas cada semana, una rutina diaria inaudita para un pueblo en el que lo seguro era sinónimo de existencia.
El canto de sus zorzales traspasaba dichas cortinas, recuerda Susana, haciendo que los vecinos que pasaban debajo caminaran dando pequeños pasos, un-dos-tres, al ritmo de su compás.
Los geranios rojos eran sus preferidos, cuenta Amalia, sobrepoblando el diminuto macetero sobre el margen de la ventana, enmarcándola, un bosquejo de pintor buscando la perfección en el blanco de la nada.
El acetato del esmalte hacia fruncir narices todos los jueves, narra Lucía, y el run-run del secador de pelo (el primero en el pueblo) sobresaltó a varios, creyéndolo un ruido venido a desatar revoluciones.
Nydia cuenta que su voz se transformaba en canto melancólico, afinado, rítmico, arrastrándose afanosamente hacia su isla, las caracolas llamándola con su mar interior, dulce y apacible, un canto de sirenas atrayéndola al hogar.
Paloma jura ver una tarde un brazo esbelto alargándose hacia la calle como desasiéndose, las yemas de sus dedos apenas acariciando una libertad que se aleja, retrocediendo, escapándose a un escondite inubicable entre las sombras de la selva.
Soledad habla de lágrimas que, junto a la lluvia, se arrastran sobre los márgenes del rectángulo hacia el suelo y, de allí, a las raíces de cosas que aún se sienten vivas, que florecen y perfuman el aire, embriagando los sentidos, aquietando el espíritu.
Beatriz jura que fue ella quién recogió las jaulas vacías desechadas a través de la ventana, los pájaros, desorientados,surcando un cielo hostil, ajeno, su canto silenciado en un lamento, un ruego, un pedido de rescate.
Noemí habla de empujones, de vajilla arrojada por la ventana, trozos, ahora mosaicos que adornan su mesa de jardín, objeto lleno de inquietud y desesperanza rodeado de un verde desapasionado,  mudo.
Belén habla de susurros aquietados por las nubes, incapaces de flanquear las cortinas, pero latentes, encapsulados, descascarando aún más el contorno de su ventana.
Sin embargo, todas estuvieron de acuerdo sobre el ambiente siniestro de esa tarde plomiza de invierno. El polvo sobrevolaba cada rincón del pueblo, como buscando incluso llegar dónde el tiempo se esconde de aquellos a los que ya hace tiempo el mismísimo tiempo se les acabó.
Nadie fue testigo de la camilla que la trasladaba, irrevocablemente; la bolsa plástica cubriéndola por completo, el aire caribeño expulsado ya por el viento del sur, frío, ensordecedor, haciendo de la primavera un deseo hambriento y del verano, un sueño casi inalcanzable.


Ana Ovejero

mail: ana.ovejero@gmail.com
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