Friday, September 1, 2017

Los viejos (relato propio)



Los viejos

Era imposible que no lo olvidara. Se la pasaba tarareando por los rincones, como si desde que el silencio comenzó ella sintiera la obligación de llenar los espacios. Siempre se lo recordábamos, estaba prohibido. Cuando los niveles de problemas de audición subieron, alarmantes, la música fue vedada junto con todo aquel dispositivo que la reprodujera, especialmente los auriculares gigantes con que la gente se pasaba el día enfrascada en su propia mente. Eso fue lo que dijeron, que era una cuestión de bienestar social. Ya hacía tiempo que la población se comunicaba solo a través de gestos o con simples imágenes para evitar desconectarse, alejar los auriculares de las orejas y comunicarse con los otros. La lengua oral había perdido cientos de palabras y los adjetivos habían pasado a ser elementos arcaicos en el habla de los muy viejos. La abuela era una de ellos.

En el comienzo todo fue confusión. Bandas armadas aliadas al gobierno se dedicaban a atacar a todo aquel que desobedeciera la orden, organizando grandes fogatas para destruir todo archivo existente. En menos de dos meses el silencio había bajado como una nube densa y descolorida. Todo era susurros y el canto de los pájaros volvía a tener un protagonismo envidiable. Los jóvenes permanecieron mudos y fueron, en una excepción en la historia de la humanidad, los viejos quienes comenzaron la revolución. Eran los que sabían cantar, una acción que había desaparecido cuando la música perdió la palabra y solo eran sonidos desconectados producidos por máquinas. Fueron los abuelos los que retomaron eso de cantar canciones de cuna antes de ir a dormir, o tararear alguna copla mientras amasaban galletitas para los nietos.

En cada casa, los ancianos ocuparon nuevamente el lugar central y dirigieron toda su energía en contrarrestar ese silencio abrumador que parecía un titan helado dispuesto a congelar el tiempo.Todas las voces todas, todas las manos todas, toda la sangre puede ser canción en el viento; susurraba la abuela, hamacándose en su sillón mientras tejía mantillas para los que estaban por llegar, a un presente incierto pero, sin dudas, a un futuro expectante, listo para ser creado o destruido; canta conmigo canta, hermano americano, libera tu esperanza, con un grito en la voz.

Con el paso del tiempo, las palabras se llenaron de sentido y ganaron fuerza, el hambre por relatar lo vivido fue creciendo, llegando a los jóvenes quiénes, apasionadamente, tomaron las canciones y salieron a las calles. Extendiéndose sin fin, reuniones espontáneas intensificaron la idea de comunidad, voces unidas entonando esperanza.

Como toda prohibición,  la incesante necesidad del gobierno de fraccionarla, desmenuzarla y convertir la música en polvo, que se colaba por cada resquicio, intentando cubrir todas las superficies, buscando  opacar todas las luces. Sin embargo, siempre se encontraba con la tenacidad de los abuelos, dispuestos con sus plumeros y escobas,  batallantes heraldos de la palabra y la canción.

Ana Ovejero

mail: ana.ovejero@gmail.com
instagram:ananbooks





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